Para ello esos centros proporcionaban una formación integral, que concernía tanto al cuerpo como al intelecto, a los afectos, al carácter, a la condición moral y a los valores. Una educación física, científica, de la sensibilidad, ética y cívica, en la que se suscitaba el deseo de saber y la capacidad creativa en una esencial continuidad a lo largo de la vida. Partían de la base de que el aprendizaje es básicamente resultado de la experiencia, y que propiciar ésta es la misión de la escuela. Se aprende haciendo y se aprende a hacer. Aprendizaje y práctica son inseparables. En la educación, cuerpo y mente (ejercicio manual intelectual) trabajan juntos. Frente a la metodología tradicional de «estampar» en la memoria conocimientos establecidos, se trata de despertar la curiosidad y el sentido crítico, de experimentar, de enfrentarse con la realidad y con las cosas, de ejercitar «el arte de saber ver», como decía Cossío. Las lecturas, la conversación y el trato familiar con los maestros y entre los estudiantes son también elementos imprescindibles de la nueva educación. Ayudar a construir la autonomía personal y liberar la creatividad de cada estudiante es lo esencial. Y es en el juego —el escenario en el que el niño comienza a indagar y a reconocer la realidad— y en el contacto con la naturaleza y el arte donde fragua su capacidad creativa. Las artes, la música, la pintura, la escultura o el teatro son vías privilegiadas para el aprendizaje, tanto a través del conocimiento y disfrute de las obras de los grandes artistas y del arte popular, como de la práctica de todas las formas de creación. Muchas de estas ideas impregnan también hoy la innovación. Y encontramos en las experiencias del pasado precedentes de las pedagogías emergentes de nuestros días que se basan en la acción y en la apertura de la escuela al mundo y a la sociedad.