El ideal más característico de la vieja escuela, la quietud, es sustituido por la acción. Movimiento, expresividad, libertad para discutir con respeto, conversación, manipulación de objetos y trabajo físico son componentes necesarios de la escuela nueva. La pedagogía institucionista reclama la importancia del cuerpo: la higiene, la salud, el bienestar físico. El juego y el deporte se conciben como elementos clave. Aprender en la naturaleza —y de la naturaleza—, conocer directamente el medio natural y respetarlo son prácticas habituales. La educación artística y de la capacidad para crear y para ofrecer nuevos conocimientos y soluciones originales a los retos (profesionales, vitales) forma también parte del núcleo de esta educación. Maestros y alumnos han de ser todos aprendices y todos creadores. Los alumnos aprenden también de sus compañeros y con sus compañeros: es un aprendizaje colaborativo. Los laboratorios de la nueva educación fueron también talleres de ciudadanos: en el Instituto- Escuela los estudiantes encontraban un espacio para la participación, para practicar formas democráticas de debate y decisión, de aprendizaje de la tolerancia y del respeto a la opinión ajena. Los innovadores de hace un siglo ya consideraban que la motivación intrínseca es la que asegura el aprendizaje. Identificaban la emoción como un factor decisivo y señalaban la conveniencia de asociar aprender con disfrutar. Y subrayaban que una competencia esencial para la nueva educación es —hoy como ayer— aprender a aprender, a construir conocimiento a partir de la información recibida y de la experiencia; en definitiva, aprender a pensar. Muchos de los rasgos del papel del aprendiz que emergieron en aquellos laboratorios de la nueva educación (bienestar, deporte, juego, conciencia ambiental, atención a la conservación del medio y a la sostenibilidad, respeto a la diversidad e inclusión, espíritu crítico, cooperación, solidaridad y conciencia ciudadana) resurgen en los proyectos de innovación de nuestros días.